Volver a lo simple

Arturo Soto Munguia /    2024-03-22
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De vez en vez llega la tentación de volver a lo simple

 

A descomplejizar las cotidianidades de adulto y escarbar de la memoria aquellos momentos sublimes en que nos enamoramos o nos cagamos de miedo; en que retamos las confesas limitaciones físicas o intelectuales para salir victoriosos o en el peor de los casos, vivos.

 

Porque bajo ciertas circunstancias no hay nada peor a morir que seguir viviendo, si en esa disyuntiva se bifurca el camino entre regocijarse del pasado o alimentar la expectativa por el futuro, hundido hasta los sobacos en un presente que huele a nostalgia, a sueños que se quedaron inconclusos.

 

¿Quién no ha arrastrado la honra, el maltrecho orgullo infantil o adolescente por los llanos de su pueblo, y quién no ha saboreado las victorias y levantado en el puño la cabellera imaginaria del cabrón al que se quiere escalpelar con la furia de los indios que rebosaban la pantalla chica en aquellas series que ya existían antes del Netflix, como Bonanza y El Gran Chaparral o las novelas de vaqueros o las películas de El Santo?

 

Un poco por ahí vienen las letras de Miguel Ángel Avilés. Un poco por la nostalgia y los recuerdos.

 

Un poco por las vivencias propias y ajenas en las que aparece lo mismo un perro que un gato, que sus hermanos y su madre, su padre, su padrastro, sus vecinos, los transeúntes de esta ciudad y de otras, los episodios fortuitos e involuntarios en los que nos encaja el destino -como un asalto a plena luz del día o el atropellamiento de un niño- y sus propios ajustes de cuentas con todos esos fantasmas que le soplaron al oído desde aquel momento en que supo que lo suyo, lo suyo, era escribir.

 

Compulsivamente, sí. Admirablemente, también. Confieso que una vez, quizá cegado por una ligera envidia o el recelo dije públicamente que mi compadre -porque además es mi compadre- escribía “como si le pagaran”.

 

No recuerdo literalmente su respuesta pero fue algo así como “me vale verga si no me pagan, yo voy a seguir escribiendo”.

 

Y entonces me devolvió de golpe a aquellos primeros textos que le valieron reconocimientos a fuerza de insistir en lo suyo, en lo que ahora festejamos.

 

“Diles que acá estamos” fue la primera llamada de atención sobre ese escritor que se estaba gestando el siglo pasado y que hoy tenemos aquí para regocijarnos en sus letras.

 

Retratos de lo simple es su contrario porque es de lo más complejo. Nace de las vivencias pero también de la observación, la imaginación e, insisto, también de la compulsión por garrapatear en letras una historia. La suya y la de otros, que no les detallaré porque el spoiler echa a perder la fiesta con finales adelantados.

 

SEGUNDA PARTE

 

Todos estuvimos allí refugiados en algún recoveco que quisiera ser uterino para volver a ese, el único espacio donde uno se supone seguro, que es el vientre de la madre de donde nunca debimos salir, porque para encontrarse con este desmadre que estamos viendo valía más quedarse allí. En lo simple.

 

Pero lo simple esconde lo complejo porque aquellos retazos de memoria que fueron uniendo el mural de nuestras vidas no solo resisten el paso del tiempo, sino que tienen la rara cualidad de hacerse otro, renovarse en los retazos nuevos de los días que corren y que uno va pegando en la construcción de la historia conforme pasan las horas o los siglos o los milenios.

 

Porque han de saber que en una de esas revistas de frivolidades y política -perdón por el pleonasmo-  que suele leer el Micky, me encontré con que nuestra generación es de esas que no se repiten con frecuencia y nos tocó transitar de una década a otra, de un siglo a otro y de un milenio a otro.

 

Evitar que algunas cosas sucedan es imposible y provocar que sucedan, improbable. Pero asumir que están sucediendo, es inevitable.

 

En ese punto de encuentro entre lo que quisiéramos que ocurriera, lo que ocurre y lo que no ocurrió se encuentran las historias que en este libro nos cuenta el Micky y es el motivo de esta coincidencia.

 

Porque una cosa son las vivencias que todos tenemos, pero otra, muy otra es tener el valor, la memoria, y la destreza para convertir esos retazos en relatos divertidos, de sarcasmo crudo o de solemnidad devastadora, que es la forma más pura de recrear el sarcasmo.

 

Se necesitan huevos para sostener que la vida de El Franciskiny es simple.

 

Sí, hablamos de ese Franciskiny que saltó a la fama mundial solo por preguntar si se va a hacer o no se va a hacer la carnita asada y eso le valió candilejas y reflectores mediáticos que iluminaron fugazmente la pereza del divertimiento pero dejaron en la oscuridad la historia de vida y la tragedia que les precede.

 

Se necesitan huevos para sostener que es simple la historia de una infidelidad descubierta, cuando no se sabe que detrás de ella hay besos y arremangones, cachoreos y promesas de amor eterno y también hijos y esposa que un día descubre que el depositario de todas las caricias también las compartía con otra.

 

Retratos de lo simple es una biológica contradicción en ese punto donde se cruzan la memoria y el olvido para jugar de nuevo con doña Rufina, incomprendida sicaria de algún cártel del narcotráfico que no descubrió a tiempo su potencialidad para matar animales, marinos, aéreos o terrestres.

 

(Aquí abro un paréntesis, porque doña Rufina, o sea la mamá del Micky, de quien yo no sabía que lo mismo mataba a un puerco que desollaba una caguama, nos acogió alguna vez hace muchos años, en el patio de su casa en La Paz, Baja California Sur, con esa risa sardónica que le heredó a su hijo y nos preguntó qué habíamos pescado después de una odisea por el muelle.

 

Lo único que sacamos fue un pulpo de un tronco hueco debajo del muelle de La Paz, y unos callos de hacha que aguardaban adheridos a los postes sumergidos del muelle.

 

Le mentimos, porque no los sacamos nosotros, sino un plebe bichi que se compadeció de aquellos frustrados pescadores. No sé cómo lo hizo, pero doña Rufina preparó, mientras nosotros nos emborrachábamos, el caldo largo más sabroso que he probado en mi perra vida)

 

Fin del paréntesis.

 

TERCERA PARTE

 

Cuando leí este libro me fui por dos caminos: el de la simpleza de la cotidianidad que nosotros no vemos, embebidos en esa misma cotidianidad, y el de lo complejo que es la vida.

 

Cierro con un llamado: Lean este libro.

 

Les va a sacar risas de donde solo traían tristezas y les va a sacar tristezas de donde solo tenían alegrías.

 

Los va a poner cachondos y adolescentes o maduros y serios, reflexivos o valemadristas porque así se van construyendo sus historias. Las historias de lo simple que cualquiera aquí quisiera escribir sin complejidades pero no se puede porque no todos tenemos esa magia de convertir las más mínimas sensaciones en un relato que te lleva a la risa o al llanto.

 

Será que uno también se está haciendo inevitablemente viejo y blando; será que todos aquí tenemos el disco duro repleto de historias que no sabemos contar. Será que cuando las contamos, nos gana el puchero, la lágrima, el recuerdo por lo que se hizo, por lo que no, por lo que se pudo hacer si hubiéramos estado ahí.

 

Llegará el día en que nos desprendamos de todo, menos de la memoria. Y entonces ese día, todos quisiéramos ser el Micky, para convertir en letras la simpleza de la complejidad.

 

 

 

*Texto leído durante la presentación del libro Retratos de lo simple, de Miguel Ángel Avilés Castro.

 

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