Vuela pues, porque alcanzaremos el cielo

Arturo Soto Munguía /    2025-06-14
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Los espíritus son así, ligeros y volátiles. Pero los espíritus libres son etéreos, inaprehensibles, indomables y omnipresentes; incontenibles e incomprensibles.

 

Héctor fue, sigue siendo un espíritu libre. Vivió bien recio, como si tuviera prisa y se fue temprano como para regresar a tiempo, como lo está haciendo cada vez que lo recordamos, como en estos momentos y en todos los momentos que seguirán de aquí para adelante porque “El Piolín” seguirá yendo y viniendo en cada risa y en cada llanto; en las furias y las alegrías, en los sustos y las prisas, las angustias y las esperanzas…

 

A un espíritu libre se le pueden poner rejas y paredes, reglas y protocolos, límites y cauces; se le pueden dar consejos y moralejas, se le puede decir que hay convencionalismos y manuales para lo socialmente aceptable y siempre va a escapar y a romper todo.

 

Irredento viajero del tiempo y el espacio, cargó siempre con lo absolutamente indispensable: una guitarra de acordes iniciales en la nueva trova y cánticos religiosos en Arcoiris, un grupo coral de la parroquia San José en Villa de Seris que abandonaba a cada rato para rascarle duro a las cuerdas del hard core, el punk, el ska en tocadas clandestinas.

 

Un solo cambio de ropa, algún colgaje en las muñecas o en el cuello, una mirada retadora a todos los que no supimos comprenderlo. Un piercing, el primer tatuaje que comenzó la construcción de una armadura de tinta en todo su cuerpo para blindar su corazón bien tierno y noble  por lo tanto, vulnerable frente a un mundo hostil y traicionero.

 

Se disfrazó de maldito para esconder sus soledades y se fue, un día cualquiera a recorrer el mundo para que nadie le platicara qué hay más allá del horizonte, y así lo descubrió todo.

 

Un día estaba en Tijuana y luego aparecía en Chiapas, Zacatecas o Morelos. En Guadalajara se hizo del nombre con el que también lo conocerían después: “El Muerto”. Porque en sus andares por los callejones más oscuros y letales, una noche nos lo dejaron quieto y tuvo que ser su madre -siempre su madre- quien lo tomara de la mano y lo trajera de vuelta a la vida.

 

Descubrió que la vida son malabares y jugar con fuego y así lo hizo. En su inacabable viaje lo mismo estaba en Oaxaca que en Nayarit, en Guerrero o la Ciudad de México cautivando amores, porque eso sí, sabía enamorar mujeres que, lastimosamente tampoco comprendieron la esencia de su ser como espíritu libre.

 

La única que lo hizo fue doña Rosita, su abuela. Con ella solía pasar las tardes bajo la sombra del yucateco que sigue ahí, en Villa de Seris esperando como nosotros que un día regresen ambos para tomar un café conversando sobre cualquier cosa.

 

Otra tarde nos hablaron de Mazatlán. El ángel que traía encima quiso que el accidente en el que perdiera una pierna lo puso justo ahí, a la vera del tren, frente al hospital. Así se salvó.

 

Pero como espíritu libre, siguió viajando para que nadie le contara lo que hay más allá del horizonte y así descubrió que tenía razón. Que el mundo es una mierda y que las traiciones vienen sobre todo de la gente que te dice que te ama.

 

Esta vez no pudimos salvarlo, llegamos tarde y el buen Piolín se fue, como se van los espíritus libres, sin amarras, sin límites, sin consejos ni moralejas, nada más así, viajando en el tiempo y el espacio y dejando un caudal de amores, de preguntas sin respuestas, de certezas y dubitaciones, de dolor interminable.

 

Vuela pues, rompe los horizontes para que nadie te diga lo que hay más allá. Y si hay, allá  nos vemos…

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