Sin Medias Tintas
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Y siguen haciendo historia

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El sábado pasado ocurrió un hecho que me obligó a reescribir el análisis de la semana: el gobierno de Estados Unidos canceló la visa de Marina del Pilar Ávila Olmeda, gobernadora en funciones del estado de Baja California. Más que un trámite consular, esta decisión representa un mensaje político severo, de gran carga simbólica y sin precedentes en la historia.
Hasta ahora, ningún gobernador en funciones había sido objeto de una medida similar. El Departamento de Estado de Estados Unidos, como es costumbre en estos casos, no ofreció detalles públicos ni dio explicaciones sobre las razones detrás de la cancelación; pero el silencio dice más que cualquier comunicado diplomático.
Aunque no existen acusaciones formales contra la gobernadora, medios estadounidenses y fuentes diplomáticas han filtrado de manera extraoficial que la medida estaría relacionada con sospechas de vínculos con redes criminales. Y esto, en la lógica del gobierno vecino, es más que suficiente.
A diferencia del sistema mexicano, donde la impunidad suele garantizar un amplio margen de acción para los funcionarios, en Estados Unidos basta con figurar en una base de datos confidencial para quedar vetado del territorio. Las leyes que permiten negar el ingreso a funcionarios extranjeros sólo requieren de una evaluación interna basada en informes de inteligencia, muchas veces compartidos entre agencias.
En ese sentido, la cancelación de una visa se convierte en una sanción preventiva. No equivale a una condena, pero sí lanza un mensaje de alto nivel… Y cuando el destinatario es un gobernador en funciones de un estado fronterizo clave, el mensaje se vuelve doblemente político.
México respondió de forma breve y mesurada. La SRE expresó su “preocupación por medidas unilaterales que afectan la cooperación bilateral”, sin ofrecer mayores detalles. La propia Marina del Pilar reaccionó en sus redes sociales calificando el acto como una “interferencia política sin fundamento jurídico” y rechazando cualquier insinuación sobre vínculos ilícitos.
Pero el daño político está hecho. La sola existencia de una medida de este tipo despierta dudas sobre la integridad del gobierno estatal. Y no es que falten antecedentes, porque distintos reportajes periodísticos han documentado en los últimos años irregularidades en el ejercicio del gasto público en Baja California, desde contrataciones opacas y desvío de recursos, hasta vínculos entre funcionarios estatales y actores empresariales bajo sospecha. Hasta el momento, ninguna de estas denuncias ha prosperado judicialmente… lo que tampoco es novedad en nuestro país.
Para las agencias estadounidenses no es necesario esperar a que un juez declare culpabilidad. Lo que pesa es el riesgo reputacional y la posibilidad de que un funcionario se vea implicado en esquemas de lavado de dinero, uso de recursos del crimen organizado o colusión con redes ilícitas.
Estados Unidos está enviando una advertencia no sólo a una gobernadora, sino al gobierno mexicano: la cooperación en seguridad no es negociable, y el combate al crimen organizado debe ser una prioridad real, no retórica.
Más allá del caso puntual, el mensaje es claro: la vigilancia del gobierno estadounidense se ha expandido a servidores públicos en funciones, ya no se limita a perseguir a exgobernadores o a capos del narcotráfico.
Esta medida, aunque no sea jurídicamente vinculante, reconfigura el escenario de poder y puede marcar un punto de inflexión. Si EE.UU. está dispuesto a intervenir indirectamente en los equilibrios de poder locales con este tipo de sanciones personalizadas, estamos ante una nueva etapa en la relación bilateral: Una en la que las decisiones consulares se convierten en instrumentos de política exterior.
La pregunta que se impone es incómoda, pero inevitable: ¿Cómo reconciliar la presión de un socio comercial tan poderoso con la realidad interna de un país donde las redes de corrupción siguen incrustadas en las estructuras del poder?
¿Cómo responder sin caer en la subordinación, pero tampoco en la negación?
La cancelación de una visa puede parecer un gesto menor; pero cuando se trata de una gobernadora en funciones, insisto, se convierte en un parteaguas político, diplomático y ético, con consecuencias de largo alcance.
Porque si lo de este fin de semana fue solo el principio, lo que viene podría reescribir no sólo las reglas del juego entre México y Estados Unidos, sino también las de la política nacional.
Siguen haciendo historia.
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