CULIACAN: El tiempo y el verbo

Miguel Ángel Avilés Castro /    2025-02-05
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Fue en octubre de 2013 cuando estuvimos un par de días en Culiacán, Guamúchil y Mocorito, el punto final que nos trasladaba a Sinaloa para celebrar otro aniversario de La Voz del Norte, el semanario que dirigió por más de una década mi entrañable amigo Mario Arturo Ramos “El Gato” a quien le dio por morirse hace poquito cuando más lo queríamos.

De regreso rumbo al aeropuerto, cuando apenas amanecía, bien recuerdo, el Chófer del taxi, me habla de un muerto o de dos que la noche anterior se sumaron a la lista de ejecutados.

Que lo habían seguido y cuando le dieron alcance, le soltaron todo el plomo y ahí quedó tirado, junto a la camioneta donde hacía unas horas había pasado echando bravata.

Por eso me dijo que él no levanta a cualquiera, prefería dejar de ganar unos pesos, antes que arriesgarse a que un amanecido agarre onda gacha allá donde nadie responda a sus auxilios y lo destripe para bajarle todo lo ganado.

Mis bostezos lo escuchaban por pura decencia, mientras unas nubes cenicientas, apenas surgían de tras de los cerros como si estiraran los brazos para luego andar hacia las alturas.

Él mismo nos había lidiado dos días antes y en su carro de alquiler, de modelo atrasado, pasamos calles y calles hasta llegar a un restaurante concurrido, de esos que, con distinto nombre, hay por todos lados, donde los adultos comen sin verse y los niños baten una hamburguesa cara, en tanto se distraen viendo hacia la calle.

Recuerdo que, antes de esperar la salida hacia Guamúchil, pasamos por lo que puede ser una vieja colonia popular, el Culiacán del ayer, digámoslo cursimente así, con calles delgadas, de subiditas y bajadas y riachuelos urbanos que brotan de una casa o un tubo de agua roto que desde hace mucho reclamaba cirugía.

En esa zona está un pedacito de la calle Juárez: la ventanilla infinita para realizar la compra-venta de dólares; la frontera incólume que se ríe de los que ponen orden. Una sombrilla, otra más y la hilera se lonas azules se completa abarcando varios metros, como haraposas palapas junto a la playa que te ofertan a bajo costo el kilo de camarón, tal cual, como improvisados puestos ambulantes, abiertos de par en par para todo público que quiera la divisa y decida comprarla como si nada.

Momentos antes, a unas cuadras de ahí, casi frente al templo católico “San Francisco de Asís”, un hombre de cuarenta y tres años caía abatido por culpa de sepa la bola cuando bajaba de su carro.

El taxista seguía despacio a trote de caballo. En cada mentada sombrilla estaba una mujer bella con cangurera a la cintura y un chor untado para lo que pidiera su merced. Usted nomas pida que adentro hay más. Uno nomás se queda sorprendido desde la ventana del carro como perro de rico, a punto de soltarle un ladrido a la impunidad.

En el tablero, el chófer llevaba un grueso libro de Armando Fuentes Aguirre, que rebotaba como si un duende se hubiera metido entre sus páginas para leerlo.

Era el primer día y el hotel nos esperaba para un descanso breve porque, horas más tarde, en elegante salón de eventos de Guamúchil amenizarían Los Panchos, para recabar fondos a favor los damnificados por las lluvias que también, de esa que también se van.

La jornada transcurría sabrosamente, así como cuando uno plática con la sabiduría: Don Faustino López osuna, economista, compositor, colaborador de aquel semanario, era una enciclopedia abierta: de su voz, una disertación, aprendiendo de historia, de geografía, de música, de épocas dolorosos y fructíferos en su vida, en la mía, en la de tantos. El que enseña sin darse cuenta es el mejor maestro y ese a quien no se olvida nunca. Mario Arturo y don Faustino lo hacían: por eso no se olvida nunca.

Con ambos iba ya rumbo a Guamúchil. En un camión apretujado de gente andábamos de nuevo más caminos que nos llevarán hacia ese pueblo nebuloso donde ya quería oscurecer.

Los transeúntes se empezaban a ver como siluetas, como oscuros fantasmas que van de aquí para allá como un montón de palomas a dormir. Parecía que veníamos de la guerra.

Tres hombres sudorosos con mochila a cuestas recorrían una, dos, tres calles para llegar a ese hotel de la esquina que nos serviría de improvisado vestíbulo, luego de beber, sedientos de algo así, un par de tazas de café con pan que nos sirvió ese mesero robusto y afable que se lució en las tareas de su oficio.

El reloj ya nos picaba las costillas. Como luchadores corrimos juntos a un vestíbulo y nos pusimos, apurados, los atuendos ligeramente presentables para ese evento en el Salón El Patio donde, luego de telonearles sin querer a los del juego México-Panamá cantarían el trío Los Panchos, o más bien sus herederos.

Estaríamos a un paso de andar hacia Mocorito. Dos horas después lo haríamos. Mientras, entreverábamos con la sociedad guamuchilense y autoridades de esa región, estábamos, acá, escuchando los requintos y las voces a una sola voz que trían recuerdos y reivindicaba ese tono romántico que se aferra en perdurar.

Une tu voz a mi voz
Para gritar que triunfamos
Que el mundo ya se cansó
Aquí seguimos los dos
Sin renunciar ni ocultarnos.

La noche andaba de prisa, le latía el corazón apresurado. Un salvador golazo de Raúl Jiménez, música, bocadillos, un calor ligero y tan pronto eso acaba, y luego agarraría para Mocorito.

Este pueblo es pequeño pero sus paredes coloniales y esas calles adoquinadas que dan la bienvenida, lo engrandecen. Ahí camina la cultura. Mocorito rejuvenecía en esos caminos. Una acuarela de sangre pincelada por las balas rondaba las colindancias de la ciudad y poquito más allá, pero contra eso, el antídoto es el arte, lo que se dice y se piensa: la expresión cultural que lanza palabras para aniquilar al enemigo: la ignorancia.

Hablo del pasado 2013 y en presente hablaré, conjugando el verbo y el tiempo o este y el verbo que es como decir que un segundo es nada o un millar de años es antes, ayer o ahora.

En ese duelo se batía La Voz del Norte, en su nueva época y, durante algunos años, le ganó al enemigo.

Por eso se celebra: se anda.

Aunque Mario Arturo sea ahora un ser invisible, pero solo eso, porque aquí sigue. El Gato, aquí sigue.

Por eso y tanto, hay que caminar por esos callejones, por esas carreteras estrechas que culebrean rumbo a saber dónde.

Había que despedirnos del Pancho Pelotas que algunitos añales llevaba lidiando parroquianos ahí en El Embrujo, esa cantina ruinosa que una noche, como tantas, vio caer casi noqueada a la Chuy Pelona al recibir su merecido por querer acaparar la rockola nomas pa darse gusto con sus preferencias musicales.

Las demás mujeres de planta y alquiler, una a una va llegando. Lo mejor es salir de ahí antes que regrese la Chuy Pelona en busca de revancha.

La ceremonia estaba por iniciar: eran ochenta y ocho años del Nacimiento del Doctor José Ley Domínguez, por eso, como anualmente, la fundación que llevaba su nombre y el H. Ayuntamiento de la Atenas de Sinaloa dieron inicio a las jornadas culturales que se realizarían.

Se habló de Narrativa y de poesía: se charla sobre Inés Arredondo, sobre Edmundo Valadez, sobre Gilberto Owen, sobre otros más que anduvieron en las letras y que estaban aquí: vivos, caminando por nuestra memoria con su obra: retornando.

De este modo deberíamos hacerlos todos.

Eso pensé cuando íbamos de regreso a Culiacán por esa carretera oscura que guarda tantas historias feroces que han enlutado a este país: Sinaloa no es la excepción, si no el ejemplo puesto en el mostrador de la desgracia. En ese carro veníamos cuatro, sin pensar en la muerte que se ha ido llevando uno a uno como a mi pariente Nicolás Avilés que traía el volante y Mario Arturo y El Cuervo que no fue, pero en recuerdos y llamadas, por ahí cerquita andaba.

De ese momento, otra vez disfrutamos la sabiduría.

También de la voz cantada y esas composiciones que nacían del terruño.

Culiacán era y lo sigue siendo pese a esas tumbas vacías llamadas cenotafios, el homenaje urbano que hombres de metralla y contrabando le han hecho al que cayó abatido en una esquina, en una plaza, junto a una iglesia, enfrente de una poderosa trasnacional donde, como un mausoleo de lo ya normal, aparecen a diario flores frescas para el hijo del que más se buscaba en ese entonces.

“Cenotafios, el recuerdo de una ausencia.”

El levantamiento de cenotafios en la ciudad ya no sólo enarbola a los narcos, se han convertido en una forma de mantener el recuerdo de los deudos”

“Asesinado y junto a un cenotafio encuentran a un hombre en Villa Bonita de Culiacán”.

“Con explosivo sujetos destruyen parte del cenotafio de Edgar Guzmán en Culiacán”.

Que belleza de país estamos dejando, cuantas ventajas comparativos frente a cualquier potencia mundial que quiera rivalizar en el coliseo de lo ilícito, la denominación de origen nuestra, la hemorragia que no para y sale a la carretera para ofertarse frente al turismo como un excursión indeseada pero altamente redituable : “venga, pásele, ahorita lo llevamos por la ruta de la balacera , o la casa que ayer estalló, o los campos elíseos que los conduce hacia la necrópolis de las fosas clandestinas ….ande, no se lo puede perder.

El cicerone en esta travesía puede ser el cura del pueblo, algún cìnico ex rector de la universidad estatal, un halcón que quiera dobletear turno, o un fantasma de los tantos que han caído.

La Palabra, siempre la palabra, ahora para saber del cenotafio, dicta que es un monumento funerario que se erige para honrar a una persona o grupo de personas cuyas tumbas o restos se encuentran en otro lugar. Los cenotafios se construían para conmemorar a personas que murieron lejos de su lugar de origen o cuyos restos no se pudieron encontrar.

Amén del signo y cualquier significado, uno de esos se erigió frente a ese lugar , como para que no haya duda que nadie faltó a la hora de sacar la casta para de defender la vida de un joven de 22 años, Edgar Guzmán, apodado “El Moreno” que murió ahí el 8 de mayo de 2008 en la capital sinaloense, junto con sus primos César Ariel Loera y Arturo Meza Cazares, luego que recibir más de 500 balazos.

Nadie lo cree pero todos lo dicen: faltaban dos días para festejarle a las mamacitas pero ninguno de los vendedores de flores era pitoniso o vidente con tal de saber que pa’ ese 10 de mayo ninguno de ellos encontraría material para el regalo ya que dos días antes el Papá de Edgar , de nombre Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, mandó a comprar 50 mil rosas rojas para el entierro de su hijo.

500 balazos, más 500 cenotafios, más 50 mil rosas rojas. Números a secas, coincidencias, relación oculta entre las cifras, la razón sin sentido que nada explica.

Los zalameros tampoco se quedaron atrás y compraron la merma, así es que , “El Moreno’ tuvo más arreglos florales en su evento fúnebre que el exlíder histórico de Acción Nacional, Manuel J. Clouthier, así como de ‘El Niño de Oro’, hermano menor de ‘El Señor de los Cielos’, joven asesinado cuatro años antes.

El notario público, Lupillo Rivera, sabe dar fe de esto, en un corrido:

“50 mil rosas rojas/ se vendieron en Culiacán / llegándose el 10 de mayo/listos para celebrar pero unos días antes/ se nos fue Edgar Guzmán”

La capital de esa parte, que también fue el occidente, encendía todas sus luces.

Era la última noche que teníamos para andar caminos. Contiguo al hotel está la algarabía. También la media luz, algunas sombras y cuatro cervezas con las que brindé dentro de mí por una ingrata.

En unas cuantas horas el avión despegó desde esa pista. Anduvo por los cielos.

Y desde ese punto infinito

Un rejuvenecido pasajero

Divisaría la vida.

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