Mi gusto es... (o la otra mirada)
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Todos para uno y uno para nadie...

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La siguiente pregunta estaba escrita en inglés, pero con tal de que no les pase lo que a mí antes de ser bilingüe, se los traduje:
“¿Por qué vivimos en una sociedad donde nadie se hace responsable de sus acciones y decisiones?”.
Las respuestas puede que sean infinitas y, en lo individual, dependerá de a quién se le pregunte para que lo que se diga sea con toda sinceridad y salga de su corazón o, tirándose un choro mareador, hable mucho, pero no diga nada porque de esa forma no asumirá la parte que le toca.
Supondría uno que vivir en sociedad nos haría más fraternos y jugaríamos, valga mis recursos como politólogo, a ese juego de uno para todos y todos para uno, pero resulta que no, ya que esa frase de Alejandro Dumas en Los Tres Mosqueteros, que expresa los ideales de amistad, honor y lealtad, a la hora de definiciones nadie lo cumple.
Al revés: todos nos echamos la bolita, no se tiene la valentía o la humildad para gritar a todo pulmón que nadie más es responsable de lo mío, y acabamos entonando a coro esa pieza gregoriana de “ yo no fui, fue Teté, pégale, pégale que este fue...”.
Al contrario, más de uno corre a meter la cabeza como los avestruces en sus propios intereses, si de obligaciones o incumbencia se trata, y, en cambio, somos los que estamos en la primera fila de los reconocimientos aunque no hayamos contribuido ni con nuestro estorbo en ese triunfo.
Así nos hemos formado, ignoro si en el mundo entero, pero en el país en donde vivo sí, aunque todavía no logro saber si esta deformación ya es de nacencia en cada uno de nosotros o si es una idiosincrasia nada envidiable o esta es el perfil ciudadano que Mêxico tiene para lucir en el exterior como denominación de origen.
No quería meterme en un dilema así, pero esto es como la Ouija, ese tablero que, a decir de sus jugadores, mueve involuntariamente los dedos de los participantes y en esta agarrada pal monte, sin perder de vista el tema central de hoy, pienso en unos amigos que de igual manera polemizaron sobre esta dicotomía entre el bien y el mal y pueden ayudarnos a despejar incógnitas.
Uno es Hobbes, nacido en el barrio de Tepito, aunque después se trasladó a la delegación Azcapotzalco, específicamente en Tlatilco y ahí, una tarde, después de una cascarita, refirió, muy enojado, que el ser humano es malo por naturaleza, de modo que para poder convivir se necesita un poder absoluto, una ley autoritaria que controle el impulso agresivo que surge de la motivación egoísta de todos los seres.
En cambio, mi otro cuate “El Rousseau” de Pungarabato Guerrero, allá por tierra caliente considera que “el estado de naturaleza lo pueblan buenos salvajes, que el ser humano es bueno y empático, porque si uno de esos salvajes ve a otro sufriendo, siente una inclinación natural a auxiliar. Entonces, ¿qué es lo que hace malo al ser humano? Lo que hace al hombre malo, lo que despierta su agresividad es el momento en que el primero dijo «esto es mío», la propiedad. Porque si esto es mío, otro puede decir, «pero yo también lo quiero» y así aparecen la competencia, la envidia y la agresividad.”
Se dan cuenta en esto último: cuando de sumar a su favor se trata, entonces sí, estamos puestos. Si hay que decir o reconocer qué tanto hice o cuanto aporté para lograrlo, sabedores que no hicimos nada, la puerca tuerce el rabo y de mis compromisos ni me acuerdo.
Al respecto, el tocayo de mi hermano, don Nico Maquiavelo señala que “el ser humano es vil por naturaleza y que la realidad es mala. Así pues, todo hombre que se constituya bueno en un mundo de malvados está destinado a planificar su propia ruina. Por lo que, sugiere que las personas deben aprender a no ser buenos”.
Me temo que, al autor de El Príncipe, jamás lo invitaría a dar un taller sobre motivación personal o autoestima, pero quien quite, sobre dos tres nombres que estoy pensando, creo que el nacido en la colonia Florencia le da al clavo y tiene muchísima razón.
Amén de esto, la cuestión radica en el por qué no se nos da esa actitud de reconocernos como responsables y acusamos, deslindantes, que atrapemos al ladrón.
Pienso, llevando el asunto a un micro ejemplo, aunque de seguro muy recordado por todos, cuando se formaban en la secundaria, la prepa y en la uni, incluso, para hacer una tarea o exponer y uno o dos chambeaban por todos los demás y estos ûltimos no perdían el tiempo para perder el tiempo y si se trataba de correr el lápiz, ponían la cara hacia el horizonte como si llamaran a misa.
El equipo podía sobresalir y todos eran merecedores de una calificación aprobatoria igual. Si el encargo no se entregaba o algo le faltaba, lo que se traducía en un seis, en un siete de calificación, nadie admitía las consecuencias de su pereza e injustamente, todos en general pagaban el pato.
Puede que ahora sí, ya me vayan entendiendo.
Cosa parecida ocurre en las comisiones que se forman para indagar un suceso histórico, un magnicidio, un quebranto al erario, la guerra fría, qué fue y quiénes fueron lo peorcito en los años setentas, en donde, si remotamente dan resultado, nadie rechaza los laureles en la frente, pero sí le sacan al bulto, topan con pared o no alcanzan el objetivo, será el pasar de los años y el olvido, el mejor escondite.
En la democracia es igual. Participamos en forma directa o hay alguien que lo hace por tí o por mí. Cierto que esto último es para algunos más cómodo, pero si nuestro representante, o nuestro mandatario la riega, hablará en plural, haciéndonos corresponsables de sus tonterías, sin deberla ni temerla.
Así no juego.
Prefiero que en esa mesa snack de compromisos uno a uno pasemos a tomar lo que nos corresponde.
Reitero: de acuerdo estoy con la democracia en sí, la democracia representativa, la auscultación, la decisión en tanto sea informada, las consultas, la participación ciudadana, los parlamentos abiertos y lo que falte, ya que no hay que abusar de una encomienda, realizando esto y lo otro sin preguntarle el parecer a nadie.
De acuerdo estoy.
Nomas que no quieran involucrarnos en donde, hablando a nombre de nosotros, cometieron pifia tras pifia y al final, todo fue un fracaso.
Ahí está el detalle:
Quieren la victoria para ellos solos y en la derrota, no quieren saber qué la causó, sino quién se la pague.
Si todo es vida y dulzura, ni para qué llamar a misa: hay que fomentar el culto a la personalidad y hasta lo que es imposible, hay que echarlo al costal de lo propio.
Si, por más que se niegue, la situación continúa de mal en peor, quiere decir que este o aquel o aquellos, bien identificados, están haciendo las cosas mal y de humanos es admitir para que se enderece el barco y todo mejore.
Sería lo ideal.
Pero como todavía no alcanzamos esa madurez ciudadana, salta la pregunta con la que inició esta entrega y es entonces cuando retiembla en su centro la tierra:
“¿Por qué vivimos en una sociedad donde nadie se hace responsable de sus acciones y decisiones?”
Ya me voy, pero no quiero dejar de decir que estas cosas me recuerdan a un ex presidente de lo más nefasto que vivió México pero, gracias a tantas luchas sociales, estas prácticas del deslinde o el involucramiento en donde no nos correspondía para admitir que era el gobierno y no el pueblo el que debería resolver los problemas nacionales, ya se desterraron para siempre.
Era allá por 1976, cuando se tenía más que una sola opción en lo político, y el candidato único a la Presidencia, José López Portillo, recorría el país, ofreciendo excelsos discursos, prometiendo un nuevo México que no tendría comparación.
Pero su lema de campaña era “la solución somos todos”, como diciendo que los graves problemas que afrontábamos, requerían el cien por ciento de participación ciudadana.
Pero del dicho al hecho hubo mucho trecho. En medio de una grave crisis económica y de la grosera corrupción que caracterizó a su administración de López Portillo, la voz populi terminó riéndose de ese lema, cambiándolo por “la corrupción somos todos”.
Sí: escrita en una barda o expresada por televisión, quisieron dorar la píldora con ese mentado lema:
“La solución somos todos”.
En lo que a mí me toca, apenas tenía diez años, y que yo me acuerde, nunca solucioné nada.
Ni él tampoco.
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