Sin Medias Tintas
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La fatiga moral

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En un país donde la verdad viaja al instante y la injusticia se repite sin castigo, la indiferencia ante tragedias y ataques a la libertad resulta tan grave como los hechos mismos. En México, la muerte de un niño por una deuda de 1000 pesos y la censura a periodistas y ciudadanos críticos por parte de tribunales electorales no solo deberían indignarnos, sino sacudirnos hasta las entrañas. Sin embargo, el silencio predomina. ¿Por qué?
Esta apatía no es casual, sino que es el resultado de décadas de violencia institucionalizada, donde la clase política consolidó su poder aplastando cualquier esperanza de justicia real. La cultura política que heredamos nos enseñó a desconfiar no solo del gobierno, sino de la misma idea de cambio. Cuando la muerte de un niño o la persecución a la prensa se vuelven rutina, la indignación pierde su fuerza y parece un acto inútil. El sistema protege a los poderosos y, como sociedad, aprendimos a esperar poco y resignarnos mucho.
Además, estamos agotados. Vivimos en un ciclo donde denunciar injusticias no cambia nada; las promesas se vuelven discurso vacío y la protesta se ahoga en la burocracia. Esta fatiga moral apaga el fuego de la indignación, porque enfrentar la realidad es un desgaste que muchos no pueden sostener sin resultados.
La censura impuesta a periodistas en Campeche, forzados a pedir perdón a la gobernadora, es una muestra clara de cómo el poder busca acallar voces incómodas, usando instituciones que deberían garantizar derechos, pero que ahora se vuelven instrumentos de represión. Cuando las instituciones fallan, la indignación no tiene dónde anclarse y se convierte en un grito ahogado.
La educación también falla. Políticas como la Nueva Escuela Mexicana, aunque prometieron cambios, han quedado en papel o en contradicciones, dejando a una sociedad fragmentada y poco preparada para cuestionar y actuar. Sin pensamiento crítico ni compromiso, la resignación crece, y la indignación se diluye en la apatía.
En lo más profundo, esta indiferencia habla de una alienación social. La gente se siente desconectada, sin poder para influir en su destino. La filosofía de la libertad que nos llama a actuar y responsabilizarnos choca con una realidad donde la pasividad es el refugio más seguro y la participación un privilegio lejano.
Y no olvidemos el miedo, porque en un país donde cuestionar sale caro —trabajo, reputación, incluso la vida— la autocensura se impone. La sociedad se calla para sobrevivir, y la indignación se reprime, no porque no exista, sino porque expresarla es un riesgo tangible.
Creo que todo esto explica por qué la sociedad mexicana parece indiferente ante la injusticia: es cansancio, desconfianza, miedo y abandono. Pero, ¿esa indiferencia no es aceptación definitiva? La indignación sigue ahí, latente, esperando que algo la despierte.
Para lograrlo, insisto, hace falta reconstruir la confianza en las instituciones, proteger la libertad de expresión y fortalecer la educación crítica. La sociedad debe reconocerse como agente de cambio y recuperar la dignidad que le han intentado arrebatar. Solo así podremos romper el ciclo de violencia, censura y silencio.
Porque la libertad y la justicia no se regalan desde arriba: se conquistan desde abajo, con la voz clara y la acción decidida de un pueblo que, aunque cansado, no está derrotado… hasta el momento.
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